PrensaJR/ACI/.- En ocasión del octavo centenario del “perdón de Asís”, el Papa
Francisco llegó hoy a esta ciudad italiana y ofreció una especial meditación
sobre la misericordia de Dios.
Queridos hermanos y
hermanas
Quisiera recordar
hoy, ante todo, las palabras que, según la antigua tradición, San Francisco
pronunció justamente aquí ante todo el pueblo y los obispos: «Quiero enviaros a
todos al paraíso». ¿Qué cosa más hermosa podía pedir el Poverello (Pobrecillo)
de Asís, si no el don de la salvación, de la vida eterna con Dios y de la
alegría sin fin, que Jesús obtuvo para nosotros con su muerte y resurrección?
El paraíso, después
de todo, ¿qué es sino ese misterio de amor que nos une por siempre con Dios
para contemplarlo sin fin? La Iglesia profesa desde siempre esta fe cuando dice
creer en la comunión de los santos. Jamás estamos solos cuando vivimos la fe;
nos hacen compañía los santos y los beatos, y también las personas queridas que
han vivido con sencillez y alegría la fe, y la han testimoniado con su vida.
Hay un nexo invisible, pero no por eso menos real, que nos hace ser «un solo
cuerpo», en virtud del único Bautismo recibido, animados por «un solo Espíritu»
(cf. Ef 4,4).
Quizás San
Francisco, cuando pedía al Papa Honorio III la gracia de la indulgencia para
quienes venían a la Porciúncula, pensaba en estas palabras de Jesús a sus
discípulos: «En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os
habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio,
volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros»
(Jn 14,2-3).
La vía maestra es
ciertamente la del perdón, que se debe recorrer para lograr ese puesto en el
paraíso. Es difícil perdonar. ¿Cuánto nos cuesta perdonar? Pensemos en eso un
poco. Y aquí, en la Porciúncula, todo habla de perdón. Qué gran regalo nos ha
hecho el Señor enseñándonos a perdonar para experimentar en carne propia la misericordia
del Padre. Hemos escuchado hace unos instantes la parábola con la que Jesús nos
enseña a perdonar (cf. Mt 18,21-35). ¿Por qué debemos perdonar a una persona
que nos ha hecho mal? Porque nosotros somos los primeros que hemos sido
perdonados, e infinitamente más. No hay nadie aquí entre nosotros que no haya
perdonado. Pensemos en silencio, las cosas malas que hemos hecho y que Dios nos
ha perdonado.
La parábola nos
dice justamente esto: como Dios nos perdona, así también nosotros debemos
perdonar a quien nos hace mal. Es la caricia del perdón, el corazón que
acaricia y que perdona. Muy lejos del gesto ‘me la pagarás’.
Exactamente como en
la oración que Jesús nos enseñó, el Padre Nuestro, cuando decimos: «Perdona
nuestros pecados como también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo»
(Mt 6,12). Las deudas son nuestros pecados ante Dios, y nuestros deudores son
aquellos que nosotros debemos perdonar.
Cada uno de
nosotros podría ser ese siervo de la parábola que tiene que pagar una gran deuda,
pero es tan grande que jamás podría lograrlo. También nosotros, cuando en el
confesionario nos ponemos de rodillas ante el sacerdote, repetimos simplemente
el mismo gesto del siervo. Decimos: «Señor, ten paciencia conmigo». Paciencia
conmigo. ¿Alguna vez han pensando en la paciencia de Dios? Nos tiene paciencia.
En efecto, sabemos
bien que estamos llenos de defectos y recaemos frecuentemente en los mismos
pecados. Sin embargo, Dios no se cansa de ofrecer siempre su perdón cada vez
que se lo pedimos. Es un perdón pleno, total, con el que nos da la certeza de
que, aun cuando podemos recaer en los mismos pecados, Él tiene piedad de
nosotros y no deja de amarnos.
Como el rey de la
parábola, Dios se apiada, prueba un sentimiento de piedad junto con el de la ternura:
es una expresión para indicar su misericordia para con nosotros. Nuestro Padre
se apiada siempre cuando estamos arrepentidos, y nos manda a casa con el
corazón tranquilo y sereno, diciéndonos que nos ha liberado y perdonado todo.
El perdón de Dios no conoce límites; va más allá de nuestra imaginación y
alcanza a quien reconoce, en el íntimo del corazón, haberse equivocado y quiere
volver a él. Dios mira el corazón que pide ser perdonado.
El problema,
desgraciadamente, surge cuando nosotros nos ponemos a confrontarnos con nuestro
hermano que nos ha hecho una pequeña injusticia. La reacción que hemos
escuchado en la parábola es muy expresiva, lo tomaba por el cuello, lo sofocaba
y le decía: «Págame lo que me debes» (Mt 18,28). En esta escena encontramos
todo el drama de nuestras relaciones humanas. Cuando estamos nosotros en deuda
con los demás, pretendemos la misericordia; en cambio cuando estamos en
crédito, invocamos la justicia. Y todos hacemos esto, todos.
Esta no es la
reacción del discípulo de Cristo ni puede ser el estilo de vida de los
cristianos. Jesús nos enseña a perdonar, y a hacerlo sin límites: «No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22). Así pues, lo que
nos propone es el amor del Padre, no nuestra pretensión de justicia. En efecto,
limitarnos a lo justo, no nos mostraría como discípulos de Cristo, que han
obtenido misericordia a los pies de la cruz sólo en virtud del amor del Hijo de
Dios. No olvidemos, las palabras severas con las que se concluye la parábola:
«Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de
corazón a su hermano» (v. 35).
Queridos hermanos y
hermanas: el perdón del que nos habla San Francisco se ha hecho «cauce» aquí en
la Porciúncula, y continúa a «generar paraíso» todavía después de ocho siglos.
En este Año Santo de la Misericordia, es todavía más evidente cómo la vía del
perdón puede renovar verdaderamente la Iglesia y el mundo. Ofrecer el
testimonio de la misericordia en el mundo de hoy es una tarea que ninguno de
nosotros puede rehuir. Repito: ofrecer el testimonio de la misericordia en el
mundo de hoy es una tarea que ninguno de nosotros puede rehuir.
El mundo necesita
el perdón; demasiadas personas viven encerradas en el rencor e incuban el odio,
porque, incapaces de perdonar, arruinan su propia vida y la de los demás, en
lugar de encontrar la alegría de la serenidad y de la paz. Pedimos a San Francisco
que interceda por nosotros, para que jamás renunciemos a ser signos humildes de
perdón e instrumentos de misericordia.
Invito a los
frailes, a los obispos a ir al confesionario. Yo también iré, para estar a
disposición del perdón. Hará bien recibirlo hoy, aquí, juntos.
Que el Señor nos dé
la gracia de decir esa palabra que el Padre no nos deja terminar: esa que ha
dicho el hijo pródigo, padre he pecado con… le he tapado la boca. Lo ha
abrazado. Nosotros comenzamos a decirle y Él nos tapará la boca y nos abrazará.
‘Padre, mañana
tengo miedo de decir lo mismo’. No importa, vuelve, El Padre siempre mira el
camino, mira en espera de que vuelva el hijo pródigo. Y todos nosotros lo
somos.
Que el Señor nos dé esta gracia.
Papa Francisco