“Velen, pues, y oren en todo tiempo” (Lc 21,36)

"¡Velad!" nos dice Jesús con insistencia. No sólo tenemos que creer sino también velar. No sólo tenemos que amar sino también velar. No sólo hay que obedecer sino también velar. ¿Velar, por qué? A causa del grande, del supremo acontecimiento: la venida de Cristo. Es evidente que aquí se encuentra una llamada especial, un deber que no se nos hubiera ocurrido nunca si Jesús mismo no nos lo hubiese encarecido tanto. Pero ¿qué es, pues, velar?...

Aquel vela esperando a Cristo que guarda su espíritu sensible, abierto, despierto, lleno de celo por buscar y honrar a Cristo. Desea encontrarse con él en todos los acontecimientos de la vida. No experimentaría ninguna sorpresa, ningún espanto ni agitación si llegara a saber que allí estaba Cristo.

Aquel vela con Cristo (Mt 26,38) que, mirando hacia el futuro, sabe que no debe olvidar el pasado, que no olvida lo que Cristo sufrió por él. Vela con Cristo aquel que, acordándose de él, se asocia a su cruz y a la agonía de Cristo, que lleva con gozo la túnica que Cristo llevó hasta la cruz y que ha abandonado después de su Ascensión. A menudo, en las epístolas, los escritores inspirados experimentan el deseo del segundo advenimiento, pero no olvidan nunca el primero, la crucifixión y la resurrección... Así, el apóstol Pablo invita a los corintios a "esperar la venida del Señor", pero no deja de avisarlos que hay que "llevar en nuestro cuerpo la muerte del Señor, para que la vida de Cristo Jesús se manifieste en nosotros" (cf 2Cor 4,10). El recuerdo de lo que Cristo es ahora para nosotros, no nos debe hacer olvidar lo que fue por nosotros...

Velar es, pues, vivir desapegado de lo presente, vivir en lo invisible, vivir con el pensamiento en Cristo tal como vino la primera vez y tal como vendrá en su segunda venida, desear esta segunda venida recordando con amor y gratitud la primera.

(Beato John Henry Newman 1801-1890, teólogo, fundador del Oratorio en Inglaterra )


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